Se queda muy corto el que dice que me sobró suerte.
Desde que mis papás me planearon (quiero creer que fue el caso), la única certeza que había era que sería aficionado a los Acereros de Pittsburgh, pues a mi padre le parecía descabellada la idea de no poder compartir una pasión tan grande con sus hijos. En cuanto a otros deportes siempre hubo libre albedrío, pero la cuestión en el americano no era negociable.
Podría decirse que una de las mejores decisiones en mi vida fue tomada por otra persona.
Me tocó el mejor maestro posible, desde mis primeros y discretos acercamientos al juego que con el tiempo se convertiría en mi obsesión, cuando uno tiende a seguir con la mirada el ovoide y deja de lado a la línea ofensiva o los apoyadores, él me guió para que entendiera a fondo aquello que sucedía sobre el emparrillado.
Fui doblemente bendecido porque mi primera campaña siguiendo de lleno a los Steelers, con apenas ocho años, fue aquella del 2005 cuando Bill Cowher y sus muchachos hicieron cine para levantar contra todo pronóstico el Lombardi en Detroit. Se retiraba Jerome Bettis en su hogar y como campeón.
Me pasó lo que a los chicos del 70, estoy echado a perder. Di mis primeros pasos de la mano de una franquicia que ganó un par de Super Bowls cuando yo todavía intentaba descifrar los pormenores del juego. Aunque Pittsburgh constantemente compite, es un hecho que las épocas de gloria han quedado atrás y que actualmente vivimos algo así como la incierta década del 80.
Me quedan, sin embargo, aquellos recuerdos. El llanto instantáneo en el momento en que Bettis soltó el balón en Indianápolis, el estrés de esa última marcha (con holding incluido en la primera jugada) en Tampa Bay para vencer a los Cardinals, los exagerados, y de alguna manera adecuados, gritos para festejar la intercepción de Deshea Townsend frente a unos Cowboys que jamás podré tolerar, la despedida para Ben Roethlisberger ante un Acrisure que esa noche honró a uno de los hijos predilectos, y un largo etcétera que da para varias páginas.
Porque somos así, nos acordamos dónde y con quién vimos los partidos más insignificantes y las jugadas irrelevantes, pero nos cuesta el nombre de aquella maestra de matemáticas o el año en que la escuela nos llevó de campamento a la Sierra Gorda.
Decía Andrés Burgo en su libro sobre el choque entre Argentina e Inglaterra en México 86 que la vida es aquello que nos sucede entre Mundiales, le sobra razón. Somos esclavos voluntarios de una pasión que solo pueden entender los que también la viven. Esquivamos bodas, cumpleaños, citas con el médico y demás con tal de sufrir tres horas y media con nuestro equipo.
Son apenas unos tres compromisos de Pittsburgh los que no he podido disfrutar en vivo. Uno de ellos me lo perdí por un viaje escolar; cuando me di cuenta que estaría en medio de la nada y sin señal durante un Steelers-Ravens de Thanksgiving, era demasiado tarde, los gastos estaban cubiertos y las súplicas a mi madre para intentar por el reembolso no rindieron frutos. Otro vino aquella tarde de domingo en que el proyecto universitario más importante de mi carrera se cruzó con un duelo ante los Rams.
Fuera de ello, he protagonizado varias proezas con tal de estar ahí. Inolvidable la tarde en que llegué de rebote a un bar en la Ciudad de México que resultó ser el punto de reunión de un importante grupo de aficionados a los Steelers, o la noche inaugural en que los Patriots nos pasaron por encima y decidí junto a un par de cincuentones ahogar las penas en alcohol hasta pasadas las cinco de la mañana. Durante mi año de intercambio en los Estados Unidos empacaba unas cuatro quesadillas en la mochila y sobrevivía nueve o 12 horas en el área recreativa viendo la NFL.
Nada superará, sin embargo, los interminables días a lado de la familia. Las botanas de mi madre le iban de lujo a los partidos de las 12. A dos escalones de los 30 años, con responsabilidades laborales y distancia de por medio, añoro esos domingos perdidos. Siguen siendo los Pittsburgh Steelers un hilo conductor sumamente importante que nos permite estar cerca a kilómetros de distancia.
“¿Te das cuenta, Benjamín? El tipo puede cambiar de todo: de cara, de casa, de familia, de novia, de religión, de Dios. Pero hay una cosa que no puede cambiar, Benjamín: no puede cambiar de pasión”, frase inmortalizada por Guillermo Francella en El Secreto de sus ojos en una de las escenas que definen al cine latinoamericano.
Como nos definen los deportes, nuestros equipos. Porque tú puedes vivir en España, ella en Australia y yo en México, pero sé que si apoyas a los Steelers tenemos mucho más en común que los colores. Nos interesa que la defensiva ande bien, que los jugadores que nos representan tengan dureza y que los Ravens sean desemplumados cada fin de semana. A minutos estuvimos de convocar a marcha cuando el antes Heinz Field cambió de nombre y se retiraron las características botellas de líquido rojo que le daban sabor a nuestro hogar.
Estoy seguro que cada uno de nosotros tiene entre sus tesoros una Toalla Terrible que jamás será lavada, la de los momentos importantes, una que quizá nos acompañe cuando sea momento de partir.
A la mayoría nos separan por lo menos un par de vuelos de la ciudad del acero y de cualquier manera la sentimos nuestra. Habrá quienes hayan tenido la dicha de visitarla y otros que solo la saborean a través de la pantalla y la tienen como una de sus metas en la vida. Lo cierto es que pocos lugares en el mundo imantan tanto como Pittsburgh, una ciudad que en realidad es un pueblote fiel a sus costumbres y tradiciones, tal como los propios Steelers.
Hace no mucho conversaba con mi papá sobre la reciente falta de resultados en postemporada, pero pronto en la plática tomamos la vereda del romanticismo. Cosa rara en mí, opté por lo positivo y de inmediato enlisté un buen número de razones por las que apoyar a los Acereros es un absoluto privilegio.
Los equipos que respetan sus tradiciones cada vez son más escasos en un mundo que exige cambio constante para atraer a una juventud hambrienta de momentos épicos, de lo instantáneo y efímero. A veces me pregunto lo que siente alguien que apoya a los Jacksonville Jaguars, por ejemplo. Qué opinión le merece ver su estadio semivacío cada 15 días, el rediseño de los uniformes – para mal – cada año bisiesto, que su franquicia cruce el charco todas las temporadas para jugar en Inglaterra… No existe identidad.
En cambio, cuando se habla de los Pittsburgh Steelers, cualquiera que esté asociado a la NFL entiende de inmediato. Una de las instituciones más longevas, liderada por la misma familia desde 1933, con el logo a un solo lado del casco, con seis trofeos en las vitrinas y una afición que no solo colma las gradas del Acrisure, sino que realiza verdaderas invasiones en cualquier ciudad donde juegue. El campamento de entrenamiento se lleva a cabo en una pequeña universidad de una acogedora localidad desde los años 60 y sigue siendo todo un acontecimiento.
Son constantes las burlas hacia un campo en el que las zonas de anotación no están pintadas y un estadio que no cuenta con el glamour de las horripilantes naves espaciales de hoy en día. Claramente se debe mejorar en ese aspecto, aunque el principal enfoque nunca debe estar sobre ello.
No mienten los que aseguran que como equipo y afición nos quedamos atrapados en lo sucedido hace décadas, incluso si no lo vivimos. Seré el primero en admitir que la franquicia carece de visión a futuro y de capacidad de adaptación a la NFL actual. Sin embargo, a los Steelers le sobran valores que la sociedad, y por consiguiente el deporte, de hoy en día han ido perdiendo.
No me cabe duda porque lo viví en carne propia. A mediados de 2023 esta loca pasión me llevó a abordar un pájaro de acero con dirección a Pittsburgh. Empaqué mi discreto CV en una mochila y me lancé a la aventura. En ese entonces tenía unos 400 artículos publicados en el humilde esfuerzo que llamo ‘Stillers MX’, nacido a raíz de un proyecto universitario, y unos cinco videos en un canal del mismo nombre que hoy presume mil 500 suscriptores bien ganados.
Llegué a las puertas de las instalaciones aurinegras una mañana en que las mismas se encontraban desoladas. La primera persona con la que me topé fue un alargado guardia de seguridad al que le expliqué mi locura; de inmediato me hizo pasar y telefoneó a alguien para que saliera a recoger mi CV. Pocas horas después recibí una llamada de la persona que había revisado mi información, una hondureña que admiró mi valentía y me agradeció el interés.
Esos dos gestos me valieron el boleto.
Además de pedir una oportunidad, el viaje me sirvió para adentrarme en una ciudad en la que ya había estado sin conocerla del todo. Lógicamente mi opinión está sesgada, pero descubrí un lugar que debe estar entre los más infravalorados de los Estados Unidos. Tendemos a asociar Pittsburgh con sus deportes y es lo correcto. No obstante, ofrece mucho más que la oportunidad de ondear la toalla terrible un domingo a media tarde. Eso sí, la vista del PNC Park no tiene comparación.
En los cuatro días que estuve ahí me topé con personajes como Kevin Dotson, con quien sostuve una pequeña charla, y David Sedaris, humorista al que me crucé en uno de los icónicos puentes amarillos y que jamás dejó de tomar notas en un pequeño cuaderno mientras platicamos, como si me viera potencial para una de sus tantas historias.
Soy fiel creyente de que las ciudades se conocen caminándolas, visitando sus museos, los bares, las cafeterías, el estadio y una que otra librería, pero debes estar abierto a la conversación con cualquiera que te encuentres. Fue así que conocí a Ebru, una tímida turca de ojos claros y cabello castaño que atendía un puesto de ropa y no entendía un carajo de futbol americano, fuimos amigos por espacio de hora y media hora mientras dialogamos sobre nuestros respectivos países e intentamos, como todo veinteañero, arreglar el mundo. Jamás le pedí el contacto; hay cosas que comienzan y terminan el mismo día.
Volví de Pittsburgh convencido de que tenemos el lugar correcto como bandera, incluso si la decisión no fue nuestra.
No atravesamos los mejores momentos, estamos estancados en la misma instancia de postemporada desde hace ocho años, pero lo dijo Eduardo Sacheri, el hincha debe permanecer cuando todo anda mal, para asegurarse de estar ahí cuando cambie. En unos meses volveremos a ondear las toallas con Renegade de fondo y encontraremos el lugar en donde somos niños de nueva cuenta.
“¿Aunque hace nueve años que no haya sido campeón?”, le pregunta el mismo personaje de Francella al famoso ‘Escribano’ durante esa mítica escena. “Una pasión es una pasión”, devuelve el hombre que se sabe la historia de Racing de principio a fin.
Es realmente así de simple.
Viajo muy ligero de equipaje. No tengo tatuajes, pulseras, collares o perforaciones. Me bastan los buenos amigos, la convivencia con mis padres y dos o tres libros que he leído ya varias veces y me sirven de refugio. Últimamente he desarrollado una adicción al café y ocasionalmente sigo tropezando con alguna borrachera. Mis idas al gimnasio son cada vez más espaciadas. Me importa poco la ropa que llevo mientras me sea funcional y no llame la atención. Tengo un trabajo que me recompensa con experiencias y poco dinero. Entiendo los deportes como un fenómeno cultural que refleja las sociedades. Lo único que pido son domingos de NFL y la oportunidad de ver a los Pittsburgh Steelers, el resultado hace mucho tiempo que pasó a segundo plano.
Here we Go!
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