De veras pensé que este año era el nuestro, de veras lo pensé. Ganábamos los partidos casi sin querer, hasta los que jugábamos fatal. Una defensa imperial espoleaba nuestras esperanzas y nos hacía soñar con Gatorade cayendo por la espalda de Tomlin.
Achaqué las pocas interceptaciones de Roethlisberger al trabajo de Matt Canada, e incluso escribí por aquí sobre las bondades de su incorporación, en lo que denominé “Efecto Canada”.
Mientras la defensa se merendaba a los QB rivales, uno tras otro, la ofensiva brillaba de la mano de un Claypool de otra galaxia y de un Diontae con más peso en el juego de lo esperado por cualquiera. Todo funcionaba.
Cuando llegó la primera gran baja, la de Devin Bush, le puse la tapa al cubo de Gatorade en mis sueños, pero Spillane la retiró y la lanzó con fuerza por encima de las gradas del Heinz Field.
Efímero, finalmente nos alcanzó la derrota, mejor dicho, derrotas. Todo el mundo NFL se giró hacia Pensilvania para gritarnos a la cara que “los Steelers eran de mentira”. Maldita sea, ¿De veras?.
Con Bud Dupree fuera toda la temporada, la defensa se quedó sin maquillaje. Y el juego de carrera totalmente desaparecido, como si un perro se hubiese comido justo esa parte de la libreta del gordito con gafas. 3º y 1, “lo siento Mike, no sé lo que viene ahora”.
Pero tras escuchar a mis compañeros de Cortina de Acero, un rayo de esperanza me recorrió el cuerpo. Pusieron sobre la mesa una posible lesión en la rodilla de Roethlisberger, que le impedía lanzar en largo y que hacía que los contrarios se centraran exclusivamente en pararnos en dos facetas del juego, todo muy sencillo para ellos. Creí que reunidos alrededor de la máquina de Nespresso, el staff había decidido esconder gran parte del playbook, y que la prioridad de todos era evitar a toda costa los golpes a Roethlisberger.
En una temporada en la que jugar en casa o fuera no es un factor tan determinante, y con la clasificación a playoffs asegurada, no había ninguna necesidad de enseñar más, de exponer la rodilla de nuestro QB. Además, inculcar a los contrarios la sensación de equipo acabado y frágil, para emerger en el momento justo y sorprender a todos.
Un plan maquiavélico e inteligente, que podría funcionar. Y en el partido contra Colts, esa teoría de la conspiración cogió impulso. De repente, el bueno de Big Ben se desató en largo, y jugadas que en semanas anteriores no existieron, emergieron para darnos una remontada balsámica y esperanzadora.
De nuevo soñé con Gatorade y lluvia de papelitos, con Tomlin paseando a caballo con la cara de chulo del tipo del anuncio de Old Spice.
Ya nadie hablaba de Steelers, y todos elogiaban a Bills y Ravens, “los únicos que pueden plantar cara a Kansas”. Objetivo conseguido, modo “Underdog” on.
Última jornada y salimos contra Browns sin jugarnos nada realmente, y dando a Roethlisberger un descanso que debido a lo injusto de la pandemia, no había tenido desde hace tiempo.
Llegaba nuestra hora, la hora de revelar a los incrédulos nuestro plan secreto. De ver a Roethlisberger lanzando bombas en largo, de ver de nuevo funcionar el juego de carrera, como consecuencia de lo primero, de que todo encaje otra vez. La hora de destrozar a los Browns y meter el miedo en el cuerpo de nuestra siguiente victima… bla bla bla.
Y entonces Pouncey coge todos mis sueños y los lanza a tomar por culo, con la misma fuerza que empleó Spillane para lanzar la tapa del Gatorade. Tomlin se cae del caballo y el sueño se convierte en “Pesadilla en Heinz Field”, con los Browns haciendo parecer bueno a Freddy Krueger. Interceptan a Big Ben y el partido pasa a ser un remake del de Jaguars, con el mismo final. Nadar y nadar para morir ahogado en la orilla.
Nunca sabré si ese plan existió, pero me da igual. De veras pensé que era nuestro año, de veras… Fire Tomlin!
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