Los que ya peinamos canas, nos asomamos maravillados a las retransmisiones deportivas de toda índole, con la ilusión como espectador de que, cada día que pasa, es más sencillo identificarse un poco más con el deportista en acción: Carlos Sainz Sr. conduce como nunca por las dunas con 58 años; Hombrados sigue parando misiles en el BM Guadalajara con 48 castañas; Horner ganó a Nibali y Valverde la Vuelta de 2013 con 41 años y la temporada pasada aún pedaleaba de manera profesional en el Team Illuminate; He Zhi Wen, nuestro Juanito del tenis de mesa, sigue paleando en la élite a sus 57 años; García Bragado continúa marchando con 51 años o, sin ánimo de exhaustividad, Gigi Buffon es, a sus 42 años el portero titular nada menos que de la Juventus. En este pasado divisional weekend, Brady (43), Brees (42), Henne (35) y Rodgers (37) sumaban 157 años. Siglo y medio de quarterbacks.
En occidente, se ha desarrollado una sociedad postindustrial donde la tecnología domina casi la totalidad de nuestra vida, lo que ha cambiado radicalmente la perspectiva sobre la realidad hasta llegar a modificar las relaciones humanas, anteponiéndose la experiencia digital al deleite que supone el contacto directo con las cosas, el medio o las personas. En este contexto acentuadamente presentista, la diferencia generacional identifica a los mayores como la representación de una época pasada, viviendo en un presente en el que no comprenden la música, la moda o las formas de diversión actuales a lo que se suma su reducida adaptación tecnológica, la lentitud de sus movimientos y su mayor susceptibilidad a padecer enfermedades, construyéndose así estereotipos negativos al socaire de una posmodernidad gerontofóbica.
Pues bien, en el ámbito del deporte de élite y, particularmente en el exigente y extraordinariamente lacerante mundo de la NFL, se está demostrando empíricamente que todo eso es un error. Y prueba de ello es uno de los jugadores más longevos de la historia de la competición y que, por cierto, jugó casi toda su carrera en la franquicia acerera.
La emigración cambió la vida de Gary Anderson. De otra forma, este sudafricano de nacimiento hubiera seguido con toda seguridad los pasos de su padre, Doug Anderson, jugador profesional del Aberdeen, Dundee, Hibernian y Brentford de la liga escocesa de soccer. Pero cuando el reverendo Anderson (del césped al púlpito) hizo las maletas desde la sudafricana Durban a la cuáquera Downington, Pensilvania, el destino colocó un óvalo en vez de un esférico en los pies de Gary. Y lo pateó. Y lo hizo con tanta potencia y precisión que la universidad de Syracuse lo cooptó para su programa de football, jugando dos temporadas con los Orangemen.
En el draft de 1982 fue elegido por los Bills en la séptima ronda, con el número 171, compartiendo draft, por cierto, con otro fenómeno del pateo y de la resiliencia, Morten Andersen, seleccionado por los Saints en el puesto 86 y con quien ha desarrollado una casi idéntica y competitiva carrera profesional.
A pesar de ser seleccionado por la franquicia de Ralph Wilson, no llegó a integrar el roster de aquel año, siendo firmado por Chuck Noll, anotando 52 puntos en esa primera temporada de las trece que estuvo en con los Steelers, las tres últimas, a las órdenes de Cowher, marchándose a Filadelfia en 1995 ya con treinta y seis años y después de haber sido cuatro veces Pro Bowl, miembro del NFL 1980s All-Decade Team y del Pittsburgh Steelers All Time Team, ostentado al día de hoy el récord de anotaciones de la franquicia con 1343 puntos y, como es tradición allí, su dorsal número 1 no ha sido oficialmente retirado, pero nadie se lo ha vuelto a poner nunca más.
Tras una temporada en San Francisco, fichó por los Vikings en 1998, convirtiéndose esa temporada en el primer kicker de la historia de la NFL en registrar una temporada regular perfecta (35/35 FG y 59/59 ExP), un récord ensombrecido sin embargo al fallar en el Conference Game de ese mismo año, antes de que su alma gemela Andersen convirtiera con éxito su FG ganador para los Atlanta Falcons, ambos desde la misma distancia de 38 yardas.
«Here’s the snap, the kick is up, and it is … no good! No good! Gary Anderson has missed a field goal for the first time in two years!»
Anderson culminó su formidable carrera con los Titans a la edad de 45 años, anotando un field goal de 40 yardas en el Coliseum de Nashville el 2 de enero de 2005 frente a los Lions, o dicho de otra manera, 353 partidos y 2.434 puntos después de su debut en el Texas Stadium, donde sus primeros tres puntos llegaron tras convertir un field goal de 26 yardas ante los Cowboys de Landry el 13 de septiembre de 1982. En el momento de su adiós, Anderson era el último jugador activo en la NFL que había jugado con el mítico Chuck Noll, y también el último jugador de la NFL nacido en la década de los cincuenta. Una verdadera pieza museística.
Al día de hoy, en las clasificaciones históricas de la competición, es cuarto en extra points ejecutados (820); tercero en field goals (538) y tercero también en puntos anotados, siempre por detrás de los inextinguibles Morten Andersen y Adam Vinatieri.
Pero al margen de sus estratosféricos números, la nota que permitía identificar a Anderson como un verdadero old school era su inconfundible y añeja mascara de una sola barra, una licencia concedida por la NFL a este dinosaurio del gridiron, a pesar de que se prohibiera su uso en 2004.
En fin, la NFL, y la vida, está demostrado que sí son lugares donde los viejos aún podemos decir y hacer muchas cosas. Yo este año, ya que no puedo animar a Big Ben, otra frágil antigualla, mi corazón estará en febrero con los carrozas de Tampa y Green Bay, que no cuenten conmigo los imberbes de la AFC.
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