Joe Gillis: I didn’t know you were planning a comeback.
Norma Desmond: I hate that word. It’s a return, a return to the millions of people who have never forgiven me for deserting the screen.
Sunset Bulevard (Wilder, 1950)
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Ahhhh…el don de la oportunidad, qué necesario y la vez que difícil resulta interpretarlo. Levantarse de la mesa de póker en el momento justo; apartar el cuenco de frutos secos antes de ese momento en que lengua y paladar se funden en un gran desierto de Atacama de sal y miel; decir buenas noches a los de la cuadrilla y así evitar dormir en el felpudo…en fin, la madurez es, básicamente, decidir a que se está dispuesto a renunciar. En todos los órdenes de la vida, dar un paso atrás en tiempo y forma es sinónimo de inteligencia. Buen juicio que, sin embargo, escasea alarmantemente. Desde Tony Curtis a Elvis Presley, pasando por tenores como Roberto Alagna, guitarristas como Keith Richards o futbolistas como Paul Gascoigne, son innumerables los ejemplos de exitosas y ejemplares carreras, arruinadas por grotescos epílogos. Billy Wilder condesó esta idea magistralmente en los sublimes 110 minutos de Sunset Boulevard (1950).
En esta temporada regular, lo que muchos de los sabios de Cortina de Acero habían anunciado reiteradamente se ha confirmado lamentablemente. Me refiero, claro está, a la presencia en el roster de un hombre como Big Ben, que tanta gloria a dado a la franquicia como aprensión en cada snap en los últimos tiempos.
Nadie está en condiciones de valorar la decisión de terminar una carrera profesional. Factores tan heterogéneos como son los familiares, personales, económicos y deportivos, escapan de la apreciación de quienes somos simples y diletantes aficionados. Por eso, les propongo algo: examinemos como fueron los últimos años de los diez mejores quarterbacks de la historia, y de esa manera, comprobar, desde la experiencia epistemológica, si Ben está obrando adecuadamente o, por el contrario, corre el riesgo de tropezar en la misma piedra que lo hicieron excelsos colegas suyos años antes. Por riguroso orden alfabético -de manera que no lastimemos susceptibilidades- veremos a continuación como gestionaron sus crepúsculos deportivos iconos como Bradshaw, Elway, Favre, Graham, Marino, Montana, Namath, Staubach, Unitas o Young (sí, también Moon, Kelly, Aikman, Starr, Tarkenton o Griese son siderales, pero no tengo ni tiempo ni espacio para todos. Y de androides tampoco hablo, es decir, Brady no cuenta).
En esta élite del mariscalato de todos los tiempos, se pueden distinguir hasta cuatro grupos atendiendo a sus otoños deportivos: en primer lugar, aquellos que colgaron las botas en loor de multitudes y levantando trofeos; el segundo segmento haría referencia a los que las lesiones mediatizaron acentuadamente su retirada; el tercer grupo lo compondrían quienes sufrieron en sus carnes el empuje del relevo generacional y, finalmente, el conjunto formado por…Brett Favre.
Empezaremos por el apartado de lo afortunados. John Elway, el fenómeno de Port Angels, se retiró a los treinta y ocho años, tras jugar dieciséis temporadas en la franquicia de Colorado. Sólo dos años antes, era un extraordinario quarterback que, sin embargo, todo su palmarés se sintetizaba en ser un triple lúser de Super Bowls. Ni su famoso «The Drive» ante Browns en 1986, ni su brutal perfomance en el Super Bowl ante Giants, ni ser el primer quarterback en recibir un pase en un Super Bowl, el que perdió ante Redskins, le permitieron ajustarse un solo anillo. Es más, la tercera y aplastante paliza sufrida en el XXIV Super Bowl ante San Francisco, en el que Elway acreditó unos raquíticos 10 de 26 y 108 yardas de pase, parecía que era el anuncio del fin de sus opciones para campeonar. Pues bien, y a pesar de romperse el tendón del bíceps en la preseason, Elway conduce a unos renovados Broncos de nuevo a un nuevo Super Bowl, donde les esperan además los poderosos Packers que defienden título. Aquella noche en el Qualcomm Stadium, Elway no lo hizo mucho mejor que ocho años atrás (12 de 22 y 123 yardas), pero jugaba Terrell Davis. Pero la mascletá final aguardaba para la temporada siguiente. Con treinta y ocho castañas vuelve a plantarse en un Super Bowl para ganársela a los Falcons de Dan Reeves, pero esta vez asumiendo el rol protagonista, al ser nombrado MVP y convertir ese partido en el broche soñado para cualquier jugador profesional.
El otro final glorioso fue el protagonizado por Otto Graham. Aunque para ser precisos, habría que decir que su final apoteósico no fue sino la continuación de una década absolutamente hegemónica del quarterback de origen alemán. Jugó profesionalmente en los Browns entre 1946 y 1955 y en esos años ganó cuatro campeonatos de la AAFL y tres de la NFL, todo ello después de jugar la temporada 1945-1946 en los Rochester Royals de la NBL, con quienes ganó el anillo a los Sheboygan Red Skins.
En 1954, muchos de lo jugadores que habían convertido en legendario y preeminente al equipo de Paul Brown, se habían retirado ya y el propio Graham le anunció al técnico que dejaría la franquicia tras finalizar la temporada. Tras aplastar a los Lions 56-10 en la final de ese año, anunció su retirada con el segundo título de la NFL a los que añadir a los cuatro de la AAFL que ya tenía. Sin embargo, Paul Brown podía ser muy persuasivo y convenció a Otto –también ayudaron los 25.000 $ de salario, récord de entonces- para que jugara una temporada más. Y Graham, obediente, llevó a los Browns a su décima final consecutiva y, además, se la ganó a los Rams en Los Angeles Coliseum, donde los 87.695 espectadores que abarrotaban sus gradas, cuando en el último cuarto fue sustituido, prorrumpieron en una impresionante e inolvidable ovación que selló con letras de oro una inconcebible e inigualada carrera de éxitos.
En el capítulo de los finales abruptos provocados por las lesiones, son cuatro los quarterbacks cuyos adioses quizá hubieran sido de otra manera de no ser por sus maltrechas constituciones físicas. Tras ganar su cuarto anillo en 1979, el codo de Terry Bradshaw le dijo basta, y ni las infiltraciones de cortisona en cada partido pudieron paliar el evidente descenso de rendimiento del Blonde Bomber. La temporada de 1982 es un calvario, alternándose en la dirección del ataque con Cliff Stoudt, por lo que en la offseason se opera del maltrecho codo, perdiéndose los primeros catorce partidos de la siguiente. El 10 de diciembre de 1983, los Steelers rinden visita al Shea Stadium y el mítico 12 vuelve a la titularidad. En el segundo cuarto, conecta con Calvin Sweeney un pase de diez yardas para touchdown y de inmediato nota un pinchazo en la articulación operada que le hace abandonar el partido. Terry acababa de dar el último pase de TD de su carrera y de hacer famoso a Sweeney. Esa fría tarde neoyorquina, la NFL veía como se retiraba uno de sus quarterbacks mitológicos y como se cerraba para siempre el viejo estadio de Flushing. Desde entonces no se ha jugado un solo partido de la NFL en la ciudad de Nueva York.
Si entre 1965 y 1969 un quarterback no se pierde un solo encuentro por lesión, y entre 1970 y 1973 disputa únicamente veintiocho de los cincuenta y ocho partidos programados, es evidente que no estamos ante un problema genético o patológico, sino sobrevenido. Joe Namath tuvo un problema sobrevenido –bueno, varios- perfectamente identificable durante aquellos años: Johnny Walker Red, Vodka Crown y todo lo que llevara faldas. Durante ese periodo de maravillosa distracción con spots publicitarios, cameos televisivos, clubs de mafiosos y partys sin fin, los Jets presentaron unos paupérrimos balances de 4–10, 6–8, 7–7 y 4–10, aunque el destino aún nos permitió el 24 de septiembre de 1972 disfrutar del intercambio de golpes más brutal de la historia de la NFL y el más grande repertorio de pase en un solo partido nunca visto, cuando Namath se enfrentó a su ídolo juvenil, un ya caduco Unitas, quienes sumaron entre ambos 872 yardas de pase, con seis TD para Broadway Joe. Un canto del cisne en realidad.
Tras un delirante coqueteo en 1975 con los Winds de Chicago de la WFL, en el que la franquicia le ofreció un pastizal indecente e incluso ¡se modificó el diseñó de los uniformes de acuerdo al estilo de los Jets!, Namath recala en los Rams angelinos con treinta y cuatro años y el objetivo de restaurar su decadente prestigio. Sin embargo, ni sus rodillas, ni sus isquiotibiales le dejaron mucho margen. Y el poco que le quedaba se lo arrebató la defensa de los Bears en un frío, lluvioso y desapacible Monday Night, el que le pegaron de manera inmisericorde, sufriendo cuatro intercepciones y, por encima de todo, la sensación de que su tiempo sobre los emparrillados había terminado. Y así fue, los espectadores del Soldier Field aquel 10 de octubre de 1977 fueron testigos del último Namath.
El Super Bowl XXIX será siempre recordado por los seis pases de TD y las 374 yardas totales de Steve Young, a los que fue imposible contestar ni con la potencia de Natron Means ni con el portentoso retorno de Coleman. Aquel 29 de enero de 1995, Young tenía treinta y cuatro años, parafraseando a Jetrho Tull, demasiado viejo para el rock and roll pero aún joven para morir. Y es que, si los treinta y cuatro años representan la perfecta madurez para el juego de un quarterback, esa misma edad puede ser una losa si ese quarterback es el líder histórico en TD de carrera, en yardas de carrera en postseason y en yardas totales sólo por detrás de Cunningham y Vick. Y así fue. Las tres temporadas siguientes los 49ers se vieron apeados en playoffs consecutivamente por la maldición de Brett Favre, en las que una espiral de lesiones de Young mermaron muy notablemente el rendimiento del equipo. No obstante, y como antes hiciera Namath, Young tenía una casta especial y así, en 1998, viejo y dolorido, aun fue capaz de eliminar a su bestia negra de Titletown, lanzando a falta de tres segundos un asombroso pase que, emulando a The Catch, fue recogido por Owens para ganar el partido 30–27. Y como también ocurriera con Namath, en la tercera semana de la temporada 1999, un espeluznante sack –el 290 de su carrera, récord de la franquicia- del cornerback Aeneas Williams lo sacó del campo knockout. Lo que no sabía la gente es que también, aquel 27 de septiembre de 1999, Young era sacado de la NFL para siempre con síntomas de síndrome de conmoción postraumática.
Para cerrar el capítulo de los lesionados, un caso singular: Roger «Capitán América» Staubach. Se retiró en 1979 en lo más alto, tanto en lo relativo a sus prestaciones – 3.586 yardas de pase, 27 pases de TD, únicamente once intercepciones- como en rendimiento del equipo, no en vano ese año alcanzaron de nuevo la postseason, habiendo ganado el Super Bowl de 1977 y perdiendo el de 1978 ante unos intratables Steelers liderados por el feroz Lambert. No debe por tanto sorprender que en 1979 Murchinson Jr., el propietario de los Boy’s ofreciera la renovación a Staubach por dos años más. Oferta que el quarterback rechazó, en un ilustrativo ejemplo de la necesaria inteligencia de la que hablábamos al inicio, saber levantarse a tiempo de la mesa. Capitán América había sufrido veinte conmociones en su carrera, de las que al menos en seis ocasiones le habían dejado groggy, por lo que sabiamente decidió no poner en riesgo su salud a medio plazo y siguiendo los consejos de los doctores de Cornell, se dedicó a su próspera compañía The Staubach Company, a su mujer, sus cuatro hijos, sus quince nietos y su bisnieto.
El tercer capítulo de esta historia, recuérdese, está reservada a los finales no tan felices.
A Dan Marino, de sus gloriosas 17 temporadas en Miami le sobró la última. Un tío que, al día de hoy es el quarterback líder en partidos con más de 400 yardas; con más temporadas liderando los pases completados, los pases intentados, el menor porcentaje de sacks; nadie hizo 100 y 200 TD en menos partidos que él y todos los récords habidos y por haber en un Monday Night Football, además de haber ostentado durante veinte años el legendario récord de yardas de pase en un año, ¿Qué necesidad tenía de verse sometido a la humillación de ser batidos por los intrascendentes Jaguars con la diferencia de tanteo más abultada de la historia de los AFC playoffs?
Aquel ignominioso 15 de enero de 2000, Marino no debería haber estado en el Altell Stadium para ser testigo de como dos quarterbacks vulgares como Brunell y Fiedler freían a sus Dolphins por un indecente 62-7. No debería haber estado sobre aquel terreno de juego cuando Jimmy Johnson le sentó en el banquillo después de su segunda intercepción, para colocar en su lugar al perfectamente olvidable Damon Huard. No debería haber estado, en fin, en esa franquicia cuando el front office declinó su opción de renovarle al final de la temporada… ¡qué demonios! Dan Marino tendría que haber sido el franchise man de Steelers desde 1983, cuando los miopes acereros prefirieron al tackel Rivera en vez de acoger a un hijo del Allengheny, criado en los pechos de Central Catholic High School de Pittsburgh, amamantado por las Panteras de Pittsburgh y más black and gold que la familia Rooney al completo, quienes ahora tendrían doce Lombardis en vez de seis.
¿Quién ha sido el más grande? ¿Unitas o Montana? ¿Johnny o Joe? ¿The Golden Arm o Joe Cool? No importa. Lo cierto es que ninguno de los dos fenómenos terminó su carrera como merecen semejantes talentos. Jonh Constantine Unitas, otro muchacho de Pittsburgh que los ofuscados ojeadores de los Steelers dejaron pasar, apuró hasta los cuarenta años su estancia en la NFL. Gran error. En 1972, tras perder sus cinco primeros partidos, los Colts despiden a Don McCafferty como head coach y su sustituto, Sandusky, sienta a Unitas en el banquillo, dándole la titularidad al joven y luego intrascendente Marty Domres. Tras pasarse toda la temporada en la banda, el 3 de diciembre de 1972, los Colts juegan y ganan con comodidad a Buffalo en el Memorial Stadium. En un momento dado, la grada al unísono grita “we want Unitas, we want Unitas”. Un superado Sandusky convence a Unitas de que Domres está lesionado y le saca al césped ante la atronadora ovación de un estadio que vería como el último pase de Unitas vestido de Colt se convirtió en…TD. En vez de haberse ido a su casa como un señor, como un one man franchise, como el mejor quarterback de todos los tiempos, como el nuevo Allan Poe de Baltimore, prefirió probar suerte en San Diego, donde pronto se advirtió que ya no estaba para nada y en la cuarta semana no hubo más remedio que sustituirlo por un joven y prometedor quarterback, Dan Fouts.
Si Unitas era Dios, Montana su profeta. El 20 de enero de 1991, todo el mundo pensaba en la posibilidad de que los 49ers fueran el primer equipo en encadenar tres Super Bowls, y a nadie le pasaba por la cabeza que aquella tarde sería la penúltima en que verían de burgundy y oro a su beloved Montana. Entre el wishfull thinking y la realidad se coló Leonard Marshall y un sack que retiró a Joe Cool durante todo el año 1991 y buena parte de 1992. El 28 de diciembre de ese año, Clandestick Park fue testigo abochornado de cómo George Seifert regalaba un innecesario garbage time a Montana frente a Lions, haciéndole ver en el subsiguiente partido de postseason que el quarterback de la franquicia era Steven Young. Un último snap indigno para un Montana, al cual no se le puede tampoco eximir de responsabilidad en la gestión de su final, al ser incapaz de asumir que Young era mejor que él en ese momento. Despechado, como un Di Stefano camino de Sarriá, se marchó a unos Chiefs que, locos con el trade, le hicieron hasta tres camisetas con el 3, el 16 y el 19, dos de los cuales correspondían a dorsales retirados de leyendas locales como eran Stenerud y Dawson, quienes gustosos cedieron en reactivar sus números, que no fueron aceptados por Montana, portado finalmente el 19. Sus dos años en Kansas fueron sencillamente extraordinarios alcanzando en 1993 la final de Conferencia y al año siguiente el divisional, lanzando para 2.144 y 3.283 yardas respectivamente y ello a pesar de las numerosas lesiones que fueron minando su físico. Dos años de orgullo, de soberbia, de demostrar que no estaba acabado. Lo logró, pero también romper la impagable historia de amor y éxito con 49ers, por más que al año siguiente, su anuncio oficial de retirada se convirtiera en un empalagoso panegírico en el Justin Herman Plaza de San Francisco.
Y claro, nos queda el último grupo. Mejor, dicho, el ultimo monogrupo. Y es que Brett Favre es un caso aparte. Veinte y una temporadas, 41 años, cuatro franquicias, diferentes retiradas, incontables records…El final del monstruo de Gulfport en Green Bay fue, sencillamente impresentable. Idas, venidas, postureo, rueda de prensa anunciado el final el 4 de marzo de 2008, negociaciones, entrevistas en televisión, anuncio de retirada de su dorsal y contraorden cuando Favre firma con Jets…en fin, un final indigno para quien tanto había dado y recibido de la franquicia quesera. Y, por supuesto, una intolerable falta de respeto para un joven, pero no manco, llamado Aaron Rodgers. Tras un inicio de temporada supersónico con Jets –pleonasmo-, Favre –lesionado, pero no incluido en IR- y su equipo entran en barrena perdiendo cuatro de los últimos cinco partidos, en los que es interceptado en ocho ocasiones, logrando tan solo dos pases de TD. En febrero de 2009 anuncia a los propietarios de Nueva York su retirada…hasta que el 18 de agosto, como si de Rafael de Paula se tratara, firma con Vikings, con el único propósito de alcanzar milestones: titularidades consecutivas en la misma posición; primer quarterback en batir al resto de franquicias; record de partidos con cuatro TD; pases completados en postseason; 500 TD, 70.000 yardas de pase…en fin, Tod Browning, la mujer barbuda, las siamesas trapecistas, el enano, el Sansón…el Circo en fin. A pesar de que el 2 de enero de 2011 volvió a anunciar su retirada por tercera vez, esta vez nadie le creyó, especulándose con un enésimo retorno en 2013 ante la plaga de lesiones que afectó a los Rams. Al día de hoy, y de momento, Favre no ha vuelto a jugar en la NFL.
Analizados estos ocasos deportivos ¿Cuál es el final que nos dispensará Big Ben? ¿Sus articulaciones le convertirán en un nuevo Namath, en un doliente Bradshaw o en un conmocionado Young? ¿Tomlin (con perdón) le sentará por lento y falto de movilidad como sentaron otros a Marino o Unitas? ¿tendrá un ataque de soberbia como Montana? ¿Se convertirá en un hibrido de folclórica, torero y freak como Favre? Buenas preguntas, pero pocas certezas.
Bueno, alguna sí podemos alcanzar. A Pittsburgh le espera una trágica travesía del desierto, eso es incontestable, pero no por culpa de Roethlisberger, ni tampoco de Tomlin ni de su infértil e inocuo balance positivo de victorias. El futuro deportivo de la franquicia y la dignidad de un fin acorde con la trayectoria del gigantón de Lima ha estado siempre en manos de una familia Rooney, cuya actual cabeza visible, está arrastrando el legado de un apellido legendario con sus ofuscaciones y desnortadas decisiones estratégicas. Quizá también en el front office deberían ir pensando en dejar paso a otros más cualificados.
Por lo que a mi respecta, me levanto y anuncio que no escribo más, que hay que saber retirarse a tiempo…
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