La historia no es sólo por todos conocida, sino que desde el pasado domingo 2 de febrero es oficial y solemnemente «La Historia» o, si se prefiere emplear su denominación oficial «The Greatest Moment in the NFL History».
Three Rivers Stadium, 23 de diciembre de 1972, 15.00 horas, 66 Option, Bradshaw, Tatum, Fuqua, Raiders, Harris, touchdown, locura…son ya términos labrados para siempre en el mármol de la historia de la NFL. Y no, no voy a volver a escribir sobre lo que hasta profesores de física de la Carnegie Mellon University han conjeturado durante años, ya saben, si el balón lanzado por Bradshaw rebotó en el pirata Tatum sin tocar en ningún momento a Fuqua, extremo que con las reglas aplicables ratione tempore, hubiera convertido en incompleto el pase.
No, a mí lo que me interesa esta vez, aprovechando que la Inmaculate Reception ha sido designada como el clímax en la historia de este juego, no es indagar sobre qué fue de sus protagonistas o como se desarrolló la jugada, larga y exhaustivamente analizada, sino del objeto central de la big play: de aquel balón convertido ya en icono de la cultura de ese país, como la Liberty Bell de Filadelfia, la Deringer de John Wilkes Booth, el Chanel fake y ensangrentado de Jackie Kennedy o la bandera de Iwo Jima. Y también, ojo, como cordón umbilical y sentimental entre un padre y su hijo prematuramente muerto.
El 19 diciembre de 1972, es decir, cuatro días antes del partido, nacía en Pittsburgh el pequeño Sam, segundo hijo de Jim Baker, en esos momentos un arruinado trabajador natural del suburbio de West Mifflin al que un amigo había regalado un par de entradas en el último minuto para el playoff, invitando a su sobrino de trece años, Bobby Pavuchak, como compensación a los favores de babysitter que le iba a tener que pedir de forma inmediata.
Cuando Franco Harris se agachó, tomó en sus manos el balón rebotado a escasas pulgadas del césped y los transportó hasta la goal line cuatro días después, los aficionados acereros saltaron enloquecidos al campo y entre ellos, Jim y su sobrino, que ocupaban dos localidades a la altura de la yarda 30. Desde ese momento, Jim no le quitó el ojo al balón, de modo que, cuando el óvalo franqueó los postes tras la patada de Roy Gerela convirtiendo el extra point y rebotó después contra el muro quedando muerta a la izquierda de la end zone, se lanzó como un alcotán a por ella, protagonizando una Segunda Recepción Inmaculada que le llevó directamente hasta su domicilio, con una parada en el Seven Knights, el bar de parroquianos acereros de su barrio, para fardar del recuerdo que protegía bajo su abrigo.
Esa misma noche, el domicilio de los Baker se había convertido ya en un lugar de peregrinación de la Steeler Nation para ver el objeto milagroso. La chifladura por el artefacto no tardó en extenderse: Tony Stagno, propietario de la panadería de Stagno en East Liberty, le ofreció a Baker un suministro vitalicio de pastel de cumpleaños; el propietario del Seven Knights, Ray Chizmar, estaba dispuesto a pagar $ 1,000 de 1972 por el balón y el mítico Joe Paterno -aún faltaban algunos años para que su reputación se desintegrara con el asunto Sandusky-, ex entrenador de Harris en Penn State, convocó a Baker a una reunión en el elitista Duquesne Club y simplemente le pidió que se lo entregara…
Llama la atención como Baker, en la situación económica por la que atravesaba y con un recién nacido, rechazara una y otra vez las cada vez más cuantiosas ofertas por el grial que tenía en su casa. No obstante, pasadas unas semanas, se puso en contacto con el Front Office de los Steelers y, persuadido de que ese balón debía tenerlo Franco Harris, ofreció el preciado The Duke a cambio de dos pases vitalicios para el Three Rivers y tal vez un par de autógrafos, oferta que fue rechazada con cajas destempladas por los orgullosos Rooney. «Conforme, si no está ustedes interesados, lo guardaré para siempre encima de mi televisor» bueno, no exactamente. El balón, habida cuenta el exponencial incremento de su valor en el ámbito de la memorabilia deportiva tuvo que depositarse en una caja fuerte. Y eso que en 1979 llegó una oferta difícil de rechazar. Ray Anthony, propietario de Ray Anthony International, un proveedor de grúas y equipo pesado con sede en Pittsburgh, le ofreció a Baker $ 150,000 –medio millón de dólares de hoy atendiendo al IPC- que también rechazó.
Sin embargo, las opciones de vender o ceder el balón se esfumaron trágicamente en el año 2005, cuando su hijo Sam, ese niño que vino al mundo con un balón bajo el brazo, falleció víctima de un cáncer a los 33 años. La vinculación emocional del balón con su hijo se hizo absoluta y permanente.
A ello debe añadirse el desdén con el que la franquicia ha tratado a Baker durante todos estos años, quien nunca ha sido invitado a celebración alguna vinculada con la Inmaculate Reception. Incluso, en 1997, vigesimoquinto aniversario de la jugada y única vez que Harris y él compartieron escenario, la mayoría de las preguntas giraron en torno a cuando le devolvería el balón a Franco. Una situación muy violenta para ambos. De hecho, aunque Harris conserva las botas que calzaba aquel día, tiene patentada la marca The Franco’s Inmaculate Reception o conserva en su casa un pedazo del pasto del Three Rivers, entiendo perfectamente «ese vínculo emocional entre un padre y un hijo y me gustaría que Jim sintiera que toda la familia Steeler está conectada con él».
En cualquier caso, subrayemos un par de detalles no menores en esta peripecia: en primer lugar, no disponemos de registro gráfico fehaciente que certifique que el balón de marras sea el mismo que acarreó Harris. Adrian Burk, el juez de fondo que siguió al runninback por la banda y señaló el touchdown, fue quien debió colocar el balón para el extra point. Lamentablemente, Burk falleció en 2003, sin que nadie, mientras estuvo vivo, le preguntara sobre este particular. Franco Harris reconoce que no habló con él, pero sí con otro umpire que le confirmó que era el mismo balón, lo que encaja con que en la década de los setenta, se jugaba con uno o dos balones a lo sumo, no como ahora que se exigen 24 Wilson y seis «K balls» adicionales para el pateo. En segundo término, y desde un punto de vista legal, en nuestro país, ese balón, en tanto propiedad del club o franquicia, únicamente podría haber cambiado de estado demanial por prescripción adquisitiva, es decir, y como dispone el art. 1955 del Código Civil, por la posesión no interrumpida de tres años con buena fe o de seis, sin necesidad de ninguna otra condición. Ignoro como está prevista la acción de reivindicación de bienes muebles en el estado de Filadelfia. Y, en cualquier caso, estamos en el terreno de los dogmas, donde los prosélitos del acero estamos por encima de evidencias empíricas o retruécanos legales. El balón de Baker es The Ball y punto. Amén.
Dentro de dos años se cumple el quincuagésimo aniversario de la jugada entre las jugadas. El valor de The Ball es ahora mismo extraordinariamente elevado, tanto desde un prisma sentimental como puramente crematístico. Jim Baker tiene dos nietos huérfanos que pronto deberán de ir a la Universidad. Creo que es el momento en que los Rooney recapaciten y hagan el esfuerzo de recompensar razonablemente a la persona que durante medio siglo ha sido un leal y respetuoso custodio del balón, no especulando con su creciente valor, y poner el óvalo en las manos de quien más lo merece en este mundo, en las manos del rookie que el 23 de diciembre de 1972, estuvo en el lugar preciso, en el momento justo. ¿Se imaginan recrear la jugada sobre la hierba de Heinz Field, con el balón original y los jugadores en carne mortal el próximo 23 de diciembre de 2022?
In Art Rooney Jr. We Trust.